lunes, 17 de septiembre de 2012


Facilitador UNES. Oswaldo Godoy

Sobre los últimos días de Simón Rodríguez.  (Extracto de la obra de Alfonzo Rumazo González, sobre Simón Rodríguez. Editorial Antelux, Caracas, 2011)

“ Los tres viajeros tienen prisa de abandonar el puerto; utilizan, por eso, una miserable balsa: hay que evadir los asedios de Zarraga; hay que pensar en soluciones desde otra parte. “ Sin esperar embarcación a propósito – atestigua Gómez – nos embarcamos en una balsa de sechuras que se hallaban en la vía”. ¡Huyen, como perseguidos, en lo primero que encuentran! “Fuimos arrastrados por corrientes contrarias a causa de un temporal, y sólo  mes y medio pudimos arribar a una caleta de pescadores, que creo  se llamaba Cabo Blanco habiendo sufrido hambre y sed, pues se nos acabaron los víveres y el agua”. ¡ Hasta la naturaleza contra el anciano,  en esa inagotable suma de signos menos que implica el ir a morir! La presencia de lo agónico parecía correlación  necesaria con una vida que había sido permanentemente agónica. Pero, ¡que anillo redondo, cerrado en esa última hora! Los hechos se desenvuelven de manera que las puertas de la muerte parecen ya en acto de apertura tan lenta como fatal, imposible de detenimiento. Cuando estén abiertas de par en par, como brazos para el gran abrazo, el cuerpo de Rodríguez, por primera y única vez, sucumbirá.

El mar, su sol y su viento, sus lunas y celajes pardos; el hambre, la angustia y la sed son montañas encima del viejo caraqueño. “Don Simón se encontraba grave”. Falta un detalle para echar más amargura, más sombra, en ese ir final.  “José (hijo de Simón Rodríguez) se trasbordó a una chata y sin decirnos nada nos dejó abandonados” Huir es traicionar; hacerlo, ante un enfermo grave, es ofender; desaparecer el hijo cuando el padre está frente a la muerte, ¡es ruindad suma!¡Que calidad de hijo tenía el maestro! Valía más, muchísimo más, el amigo, el extraño Gómez, (Gómez era el amigo de José que los acompañaba en ese momento) que ayudó a saltar a tierra al educador vencido.

Unos indígenas pescadores les acogen a los náufragos y les dan albergue en su choza. Permanecen éstos allí tres semanas, sin medicinas, en ambiente de pescado, aguardiente y palabras gruesas, burdas; requeríase lo contrario: silencio, comodidad. Gómez –espíritu del buen samaritano de que hablaba Jesús-  le cuida, soporta, quizás consuela y alienta, aun sabedor de que toda esperanza de supervivencia había muerto ya. “Al fin los indios me dijeron que no podían continuar manteniéndonos, y que Don Simón tenía una enfermedad que podía contagiarlos”. El maestro quejábase de intensos dolores intestinales, que le curaban con aguas de hierbas; no había en ese mal peligro de contagio. La caridad o conmiseración si se prolonga, termina en dureza, hasta en las gentes simples y siempre generosas del pueblo: la dureza del “no más”. ¿Qué hacer? “Logré  convencerlos de que era hombre importante aquel viejo enfermo y que podría reportarles alguna utilidad, si me acompañaban hasta algún pueblo cercano. Accedieron y me llevaron a Amotape, cerca de Paita.

Amotape, un pueblecillo muy pequeño, muy pobre, cercado de tierras amarillentas y de polvo, va a ser el escenario del desenlace para esa vida grande. Quien gobierna ahí despóticamente es el párroco. “Me dirigí a la casa del cura y le impuse  de lo que pasaba. Después de algunas dificultades me proporcionó dos caballos y diez pesos.. Regresé con los indios a Cabo Blanco; hice montar a don Simón y lo conduje a Amotape” . Era el último viaje del cosmopolita, el sin patria, sin familia, sin hogar; americano y nada más que americano. Fuese como Martí a caballo a encontrarse con la muerte, casi retándola.

Asume, en su sencillez sincera, un patetismo creciente el relato de Camilo Gómez: 
“ Al llegar a la entrada del pueblo, vi con gran sorpresa algunos hombres que nos salieron al encuentro y nos detuvieron, diciéndonos que tenían orden del cura para llevarnos a su quinta, que estaba cerca”

¿Caridad suma? ¡Todo lo contrario!
Tomamos ese camino y llegamos a la casa de la quinta, en que no había más que una habitación, con una silla vieja, y en el rincón un poyo de barro en el que acosté a don Simón. Todo el equipaje de don Simón se reducía a dos cajones con libros y manuscritos. El cura no volvió a acordarse de nosotros y nos faltaba todo”.
¿Cese de atenciones, como quien considera que ya cumplió su deber? Habría sido disculpable, perdonable. Regía algo peor: “ignoraba yo la causa de este abandono. Todos los días iba al pueblo a buscar el alimento para don Simón, que era preparado por una señora caritativa. Me dijo entonces ésta que el cura había prohibido la entrada al pueblo de don Simón y prohibido que lo visitaran los habitantes, porque había descubierto que era un hereje. Todo el mundo temía aproximarse a la quinta, y esquivaba hasta tener trato alguno conmigo”.
Poco importaba que el sacerdote pensara como pensaba, presionado por su fanática incomprensión de la religión que representaba; lo inmensamente deplorable, increíble, era que toda una población se sometiera a su criterio. A Amotape no había llegado el espíritu de la independencia; regía allí lo colonial, ¡intacto!¡Solo una mujer contravino las torpes órdenes del párroco!

No recordaba Gómez un episodio del camino de Cabo Blanco a Amotape. Se lo contó Gabriel García Moreno, desde Paita, a su cuñado Roberto Ascázubi: “Acabo de recibir una carta de Panchita Larrea, fecha 11 en La Brea [11 de febrero], por la que he sabido que apareció allí don Simón Rodríguez tan malo con una fuerte inflamación al vientre y en tal estado de debilidad que, a pesar de que ella no le conocía, le detuvo, pues infaliblemente habría muerto en la jornada de siete leguas que tenía que hacer para llegar a Amotape. Ella le está curando, pero me dice que cree difícil el salvarlo por su edad y la grave enfermedad que sufre. Voy a ver si consigo reunir algunos recursos por medio de una suscripción, para remitírselos inmediatamente. ¡Que hubiera sido del pobre viejo, si aquella excelente señora no se hubiese hallado en ese desierto!

Sé hizo la suscripción que produjo tres onzas. “Sé que las han entregado a Panchita Larrea, que está ya en Amotape”, dice García Moreno. Simón Rodríguez va cayendo en el agobio lentamente, en un largo agonizar de desmadejamiento; se marchita, entre lánguidos quejidos; la gran luz ha entrado en crepúsculo, hacia la noche. “La muerte – definirá Vallejo – es un ser sido a la fuerza”

“Aislado y sin medios de asistencia – continúa Gómez - , sufría lenta agonía el enfermo, hasta que las señoras Gómez, hermanas del señor Manuel Gómez de la Torre, que por entonces tomaban baños en La Brea, vinieron a visitarlo, acompañadas de dos padres jesuitas. Don Simón, que estaba acostado, los miró con profunda indiferencia y se volvió del lado contrario, sin dirigirles la palabra”.
El varón recio, ¡recio hasta el fin! ¡El auténtico “palo de hombre” del decir venezolano! No quería testigos de su dolor, ni actos que le fueran impuestos, o por lo menos sugeridos. Las decisiones habrían de emerger de él y no de otros. La vitalidad era, hasta el momento, sólo espiritual; físicamente, “era como de edad de noventa años” escribirá el párroco.

“Pasaron unos días, y me sorprendió una mañana don Simón diciéndome que fuera a llamar al cura. Me dirigí a casa de éste, y fui mal recibido; el cura me contestó que no quería ver a un protestante. Insistí, manifestándole que deseaba confesarse el enfermo. Entonces convino en acompañarme”.
Este cura se llamaba Santiago Sánchez, “Don Santiago Sánchez”.

¿Qué sucedió entonces?
Don Simón tan luego lo vio se incorporó en la cámara, hizo que el cura se acomodara en la única silla que había y comenzó a hablar algo así como una disertación materialista. El cura quedó estupefacto, y apenas tenía  ánimo para pronunciar algunas palabras, tratando de interrumpirlo.
¡Discreta venganza de tipo intelectual, por el cerco de desamparo!
“Era yo muy joven y no comprendía el alcance de lo que decía don Simón; sólo recuerdo que manifestaba al cura que no tenía más religión que la que había jurado en el Monte Sacro con su discípulo: Volviendo hacía mí, díjome que saliera”.
Rodríguez había puesto su personalidad, y personalidad histórica, en su punto exacto, tanto como si con ello marcara señal fija, indeleble y firme en la bóveda infinita de lo intemporal.

Y lo hizo ante un personaje fanático y mediocre, y probablemente ignorante, si creía que el maestro protestante era. Después de ese desahogo viril, pensante, como para siglos, se produjo la confesión: “La confesión fue larga; cuando salió el cura iba más tranquilo y más complacido de lo que estaba al venir”.

Y volvió el silencio amargo al cuartucho donde Rodríguez se extinguía. Así pasó el día todo, sin aceleración de ritmo ni presencia de sobresalto; así siguió la noche, y lo mismo el otro día, 28 de febrero. El día y la noche, tal vez sin tomar conciencia de nada, excepto de los dolores intestinales, crueles, tenaces. ¡Que tremenda prolongación de martirio para el hombre que se va en qué horrible soledad! ¡Ninguna persona se hizo presente, ni por curiosidad! ¡El expósito moría expósito!

A las once de la noche – aquel 28 definitivo- comenzó la agonía; a intervalos exclamaba: ¡Ay, mi alma! – que era su exclamación habitual -. Expiró y permanecí cerca del cadáver hasta la madrugada.
Murió como había vivido, casi sin nadie junto a él, excepto – también en vida- algún amigo leal. Inmensa lealtad de Camilo Gómez; al lado del maestro significó él mucho más que José, el hijo de la carne, el de las alas ruines.

A esa hora, hubo también otra relación que aquí, en la consonancia de actos, volvió a señalar una identificación inextinguible: hasta la agonía misma, el maestro y el discípulo Bolívar marcharon en entendimiento: también  el Libertador, en San Pedro Alejandrino, fue atendido por el cura de Mamatoco.(2011:347)



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