Facilitador UNES. Oswaldo Godoy
Sobre los últimos días de Simón Rodríguez. (Extracto de la obra de Alfonzo Rumazo
González, sobre Simón Rodríguez. Editorial Antelux, Caracas, 2011)
“ Los tres viajeros tienen prisa
de abandonar el puerto; utilizan, por eso, una miserable balsa: hay que evadir
los asedios de Zarraga; hay que pensar en soluciones desde otra parte. “ Sin
esperar embarcación a propósito – atestigua Gómez – nos embarcamos en una balsa
de sechuras que se hallaban en la vía”. ¡Huyen, como perseguidos, en lo primero
que encuentran! “Fuimos arrastrados por corrientes contrarias a causa de un
temporal, y sólo mes y medio pudimos
arribar a una caleta de pescadores, que creo
se llamaba Cabo Blanco habiendo sufrido hambre y sed, pues se nos
acabaron los víveres y el agua”. ¡ Hasta la naturaleza contra el anciano, en esa inagotable suma de signos menos que
implica el ir a morir! La presencia de lo agónico parecía correlación necesaria con una vida que había sido
permanentemente agónica. Pero, ¡que anillo redondo, cerrado en esa última hora!
Los hechos se desenvuelven de manera que las puertas de la muerte parecen ya en
acto de apertura tan lenta como fatal, imposible de detenimiento. Cuando estén
abiertas de par en par, como brazos para el gran abrazo, el cuerpo de
Rodríguez, por primera y única vez, sucumbirá.
El mar, su sol y su viento, sus
lunas y celajes pardos; el hambre, la angustia y la sed son montañas encima del
viejo caraqueño. “Don Simón se encontraba grave”. Falta un detalle para echar
más amargura, más sombra, en ese ir final.
“José (hijo de Simón Rodríguez) se trasbordó a una chata y sin decirnos
nada nos dejó abandonados” Huir es traicionar; hacerlo, ante un enfermo grave,
es ofender; desaparecer el hijo cuando el padre está frente a la muerte, ¡es
ruindad suma!¡Que calidad de hijo tenía el maestro! Valía más, muchísimo más,
el amigo, el extraño Gómez, (Gómez era el amigo de José que los acompañaba en
ese momento) que ayudó a saltar a tierra al educador vencido.
Unos indígenas pescadores les acogen
a los náufragos y les dan albergue en su choza. Permanecen éstos allí tres
semanas, sin medicinas, en ambiente de pescado, aguardiente y palabras gruesas,
burdas; requeríase lo contrario: silencio, comodidad. Gómez –espíritu del buen
samaritano de que hablaba Jesús- le
cuida, soporta, quizás consuela y alienta, aun sabedor de que toda esperanza de
supervivencia había muerto ya. “Al fin los indios me dijeron que no podían
continuar manteniéndonos, y que Don Simón tenía una enfermedad que podía
contagiarlos”. El maestro quejábase de intensos dolores intestinales, que le
curaban con aguas de hierbas; no había en ese mal peligro de contagio. La
caridad o conmiseración si se prolonga, termina en dureza, hasta en las gentes
simples y siempre generosas del pueblo: la dureza del “no más”. ¿Qué hacer?
“Logré convencerlos de que era hombre
importante aquel viejo enfermo y que podría reportarles alguna utilidad, si me
acompañaban hasta algún pueblo cercano. Accedieron y me llevaron a Amotape,
cerca de Paita.
Amotape, un pueblecillo muy
pequeño, muy pobre, cercado de tierras amarillentas y de polvo, va a ser el
escenario del desenlace para esa vida grande. Quien gobierna ahí despóticamente
es el párroco. “Me dirigí a la casa del cura y le impuse de lo que pasaba. Después de algunas
dificultades me proporcionó dos caballos y diez pesos.. Regresé con los indios
a Cabo Blanco; hice montar a don Simón y lo conduje a Amotape” . Era el último
viaje del cosmopolita, el sin patria, sin familia, sin hogar; americano y nada
más que americano. Fuese como Martí a caballo a encontrarse con la muerte, casi
retándola.
Asume, en su sencillez sincera,
un patetismo creciente el relato de Camilo Gómez:
“ Al llegar a la entrada del
pueblo, vi con gran sorpresa algunos hombres que nos salieron al encuentro y
nos detuvieron, diciéndonos que tenían orden del cura para llevarnos a su
quinta, que estaba cerca”
¿Caridad suma? ¡Todo lo
contrario!
Tomamos ese camino y llegamos a
la casa de la quinta, en que no había más que una habitación, con una silla
vieja, y en el rincón un poyo de barro en el que acosté a don Simón. Todo el
equipaje de don Simón se reducía a dos cajones con libros y manuscritos. El
cura no volvió a acordarse de nosotros y nos faltaba todo”.
¿Cese de atenciones, como quien considera
que ya cumplió su deber? Habría sido disculpable, perdonable. Regía algo peor:
“ignoraba yo la causa de este abandono. Todos los días iba al pueblo a buscar
el alimento para don Simón, que era preparado por una señora caritativa. Me
dijo entonces ésta que el cura había prohibido la entrada al pueblo de don
Simón y prohibido que lo visitaran los habitantes, porque había descubierto que
era un hereje. Todo el mundo temía aproximarse a la quinta, y esquivaba hasta
tener trato alguno conmigo”.
Poco importaba que el sacerdote
pensara como pensaba, presionado por su fanática incomprensión de la religión
que representaba; lo inmensamente deplorable, increíble, era que toda una
población se sometiera a su criterio. A Amotape no había llegado el espíritu de
la independencia; regía allí lo colonial, ¡intacto!¡Solo una mujer contravino
las torpes órdenes del párroco!
No recordaba Gómez un episodio
del camino de Cabo Blanco a Amotape. Se lo contó Gabriel García Moreno, desde
Paita, a su cuñado Roberto Ascázubi: “Acabo de recibir una carta de Panchita
Larrea, fecha 11 en La Brea [11 de febrero], por la que he sabido que apareció
allí don Simón Rodríguez tan malo con una fuerte inflamación al vientre y en
tal estado de debilidad que, a pesar de que ella no le conocía, le detuvo, pues
infaliblemente habría muerto en la jornada de siete leguas que tenía que hacer
para llegar a Amotape. Ella le está curando, pero me dice que cree difícil el
salvarlo por su edad y la grave enfermedad que sufre. Voy a ver si consigo reunir
algunos recursos por medio de una suscripción, para remitírselos
inmediatamente. ¡Que hubiera sido del pobre viejo, si aquella excelente señora
no se hubiese hallado en ese desierto!
Sé hizo la
suscripción que produjo tres onzas. “Sé que las han entregado a Panchita
Larrea, que está ya en Amotape”, dice García Moreno. Simón Rodríguez va cayendo
en el agobio lentamente, en un largo agonizar de desmadejamiento; se marchita,
entre lánguidos quejidos; la gran luz ha entrado en crepúsculo, hacia la noche.
“La muerte – definirá Vallejo – es un ser sido a la fuerza”
“Aislado y sin
medios de asistencia – continúa Gómez - , sufría lenta agonía el enfermo, hasta
que las señoras Gómez, hermanas del señor Manuel Gómez de la Torre, que por
entonces tomaban baños en La Brea, vinieron a visitarlo, acompañadas de dos
padres jesuitas. Don Simón, que estaba acostado, los miró con profunda
indiferencia y se volvió del lado contrario, sin dirigirles la palabra”.
El varón
recio, ¡recio hasta el fin! ¡El auténtico “palo de hombre” del decir
venezolano! No quería testigos de su dolor, ni actos que le fueran impuestos, o
por lo menos sugeridos. Las decisiones habrían de emerger de él y no de otros.
La vitalidad era, hasta el momento, sólo espiritual; físicamente, “era como de
edad de noventa años” escribirá el párroco.
“Pasaron unos
días, y me sorprendió una mañana don Simón diciéndome que fuera a llamar al
cura. Me dirigí a casa de éste, y fui mal recibido; el cura me contestó que no
quería ver a un protestante. Insistí, manifestándole que deseaba confesarse el
enfermo. Entonces convino en acompañarme”.
Este cura se
llamaba Santiago Sánchez, “Don Santiago Sánchez”.
¿Qué sucedió
entonces?
Don Simón tan
luego lo vio se incorporó en la cámara, hizo que el cura se acomodara en la
única silla que había y comenzó a hablar algo así como una disertación
materialista. El cura quedó estupefacto, y apenas tenía ánimo para pronunciar algunas palabras,
tratando de interrumpirlo.
¡Discreta
venganza de tipo intelectual, por el cerco de desamparo!
“Era yo muy
joven y no comprendía el alcance de lo que decía don Simón; sólo recuerdo que
manifestaba al cura que no tenía más religión que la que había jurado en el
Monte Sacro con su discípulo: Volviendo hacía mí, díjome que saliera”.
Rodríguez
había puesto su personalidad, y personalidad histórica, en su punto exacto,
tanto como si con ello marcara señal fija, indeleble y firme en la bóveda
infinita de lo intemporal.
Y lo hizo ante
un personaje fanático y mediocre, y probablemente ignorante, si creía que el
maestro protestante era. Después de ese desahogo viril, pensante, como para
siglos, se produjo la confesión: “La confesión fue larga; cuando salió el cura
iba más tranquilo y más complacido de lo que estaba al venir”.
Y volvió el
silencio amargo al cuartucho donde Rodríguez se extinguía. Así pasó el día
todo, sin aceleración de ritmo ni presencia de sobresalto; así siguió la noche,
y lo mismo el otro día, 28 de febrero. El día y la noche, tal vez sin tomar
conciencia de nada, excepto de los dolores intestinales, crueles, tenaces. ¡Que
tremenda prolongación de martirio para el hombre que se va en qué horrible
soledad! ¡Ninguna persona se hizo presente, ni por curiosidad! ¡El expósito
moría expósito!
A las once de
la noche – aquel 28 definitivo- comenzó la agonía; a intervalos exclamaba: ¡Ay,
mi alma! – que era su exclamación habitual -. Expiró y permanecí cerca del
cadáver hasta la madrugada.
Murió como
había vivido, casi sin nadie junto a él, excepto – también en vida- algún amigo
leal. Inmensa lealtad de Camilo Gómez; al lado del maestro significó él mucho
más que José, el hijo de la carne, el de las alas ruines.
A esa hora,
hubo también otra relación que aquí, en la consonancia de actos, volvió a
señalar una identificación inextinguible: hasta la agonía misma, el maestro y
el discípulo Bolívar marcharon en entendimiento: también el Libertador, en San Pedro Alejandrino, fue
atendido por el cura de Mamatoco.(2011:347)
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